En su autobiografía, titulada Años interesantes: una vida en el siglo XX, Eric Hobsbawm, quizá el mejor historiador del siglo XX, escribía: "Hoy, más que nunca, la historia está siendo revisada y reescrita por personas que quieren cambiar el pasado real por otro que se ajuste a sus propósitos. Estamos inmersos en la era de la mitología histórica. Los profesionales de la historia debemos defender el objeto de nuestro estudio con mayor urgencia que nunca en el ámbito de la política. Nos necesitan." Años interesantes se publicó en 2002; la observación que hacía Hobsbawm entonces es aún más pertinente aún dieciséis años después.
Claro está, los gobiernos siempre han ejercido presiones para que en los establecimientos educativos se enseñen ciertos valores y se inculque un sentimiento nacional. En épocas más liberales, sin embargo, se ha animado a los docentes a explicar al alumnado que la historia siempre es contada desde la perspectiva de alguien, que la selección de temas y acontecimientos históricos incluidos en los planes de estudios se basa en decisiones humanas falibles y necesariamente sesgadas, y que la historia que se enseña en el aula no es la única que merece la pena aprender.
En épocas menos liberales la cosa cambia. Los autoritarios no piden a los educadores que proporcionen a los estudiantes tantas perspectivas de la historia como puedan, ni les alientan a fomentar el debate en torno a dichas perspectivas, ni plantean preguntas sobre los contenidos del plan de estudios. Al contrario: los autoritarios reescriben la historia para satisfacer sus necesidades y obligan a los educadores a enseñar su versión como la única correcta.
Los autoritarios lo logran de diferentes maneras. En primer lugar, se limita el abanico de libros de texto de historia que los profesores pueden elegir para sus clases, y consiguen que los contenidos de dichos libros se identifiquen profundamente con la ideología imperante. Segundo, los autoritarios pueden exigir a los profesores que se ciñan a dichos libros al impartir clase. Y, por fin, los estudiantes pueden ser obligados a superar exámenes nacionales cuyos contenidos estén basados exclusivamente en dichos libros de texto.
Todo ello supone peligros claros, independientemente del color del gobierno en el poder. Sin embargo, cuando el gobierno tiene un marcado componente ideológico nacionalista, el resultado es aterrador. No hace falta ir muy atrás en la historia europea para encontrar conflictos armados y genocidios azuzados por el sentimiento de superioridad nacional y por la incuestionabilidad de un supuesto trato injusto por parte de naciones vecinas en el pasado.
Hobsbawm tiene razón. Necesitamos urgentemente que los historiadores expliquen a la ciudadanía que la historia es muy compleja y que no son pocos quienes dan pábulo a lo que los autoritarios quieren que creamos. Pero no solo necesitamos historiadores profesionales. Todos somos necesarios.
Los estudios demuestran que las ideas sobre identidad nacional adquiridas durante la escuela primaria suelen perdurar. Si queremos vivir en una Europa multinacional, pacífica y fuerte, en la que cooperen eficazmente personas de todas las procedencias nacionales, debemos enseñar a nuestros hijos que la idea misma de la nación homogénea no es dada por la Madre Naturaleza, sino un constructo con un propósito determinado. Es necesario concienciarse de que, naturalmente, las distintas comunidades nacionales tienen intereses particulares, y de que es normal no estar de acuerdo acerca de los acontecimientos del pasado y del presente. Hay que demostrar que ciertos conflictos tienen raíces históricas y que nuestras respectivas naciones no siempre han mantenido posturas moralmente correctas.
Y, por fin, debemos dejar claro que hacer preguntas y mostrar una actitud crítica no es una señal de traición, sino, por el contrario, de auténtica lealtad.