El pasado 14 de marzo –una fecha que se percibe como muy lejana, pese a que el momento en el que escribo estas líneas no han transcurrido ni diez días de ella– el Consejo de Ministros aprobó el Real Decreto 463/2020, por el cual se decretó el estado de alarma. Durante esta situación tan excepcional el Ejecutivo puede limitar, en cierta medida, nuestros derechos fundamentales, pero jamás suspenderlos. Se trata de la segunda vez que se declara el estado de alarma en el Estado español, siendo la primera durante una huelga de controladores aéreos en el año 2010 y el ejército tuvo que tomar el control de sus puestos de trabajo.
La norma precitada regula una serie de cuestiones logísticas, como el cierre de comercios abiertos al público, la prohibición de salir a la vía pública sin causa justificada y la movilización del ejército, entre otras. Pero, sin duda, la parte más interesante para los juristas que acudimos regularmente a tribunales se encuentra en la Disposición Adicional Segunda, que establece lo siguiente: “Se suspenden términos y se suspenden e interrumpen los plazos previstos en las leyes procesales para todos los órdenes jurisdiccionales”. Es decir, se paraliza por completo toda la actividad judicial.
Ahora bien, en el párrafo siguiente se mencionan una serie de excepciones a esta paralización en el orden jurisdiccional penal: “la suspensión e interrupción no se aplicará a los procedimientos de habeas corpus, a las actuaciones encomendadas a los servicios de guardia, a las actuaciones con detenido, a las órdenes de protección, a las actuaciones urgentes en materia de vigilancia penitenciaria y a cualquier medida cautelar en materia de violencia sobre la mujer o menores”.
Es decir, como no podía ser de otra manera, el Decreto deja claro que las actividades judiciales durante los servicios de guardia se mantienen. Y es que la policía sigue deteniendo a personas –los datos indican que pese a que la delincuencia se ha reducido en un 50%, las detenciones por desobediencia a las provisiones del estado de alarma van en aumento– y mientras esto suceda, resultaría intolerable, en un Estado de Derecho, que esas privaciones de libertad no se vean sometidas a control jurisdiccional alguno. En consecuencia, cualquier detenido tiene derecho a impugnar ante cualquier autoridad judicial la legalidad de su detención y a declarar ante un juez lo que a su derecho convenga. Porque, como ya se ha explicado sobre estas líneas, durante el estado de alarma los derechos fundamentales (entre los cuales se encuentran la tutela judicial efectiva y el derecho de defensa) se pueden ver algo limitados, pero jamás suspendidos.
El Decreto, además, estipula que “en fase de instrucción, el juez o tribunal competente podrá acordar la práctica de aquellas actuaciones que, por su carácter urgente, sean inaplazables”. Por ello, entre la cobertura a los servicios de guardia y a la libertad que se da al juez para practicar diligencias de investigación urgentes, formalmente el derecho de defensa queda salvaguardado.
Sin embargo, la realidad material a veces dista de la formal y en algunas ocasiones nos encontramos con algunas trabas para poder ejercer una adecuada defensa. Los motivos pueden ser diversos, y yo los he clasificado en cuatro bloques: (1) la falta de medios, (2) la no tramitación de cuestiones urgentes, (3) la inseguridad jurídica y (4) la cultura del castigo o del Derecho del enemigo que se está generando.
1. Falta de medios
La falta de medios es uno de los grandes problemas que lleva arrastrando nuestra Administración de Justicia desde hace años. Falta personal, instalaciones nuevas, equipos informáticos actualizados, formación específica a jueces y fiscales y un largo etcétera de carencias. Y ahora, en plena pandemia vírica, se echan en falta, además, medios de protección individual y colectiva básicos.
A los abogados nos están pidiendo que asistamos a detenidos en comisaría y en los juzgados, espacios por definición cerrados, sin dotarnos de guantes, ni mascarillas. Si queremos preservar nuestra salud, debemos evitar el acercamiento con nuestros defendidos –por no hablar del contacto físico– y pasar el mínimo tiempo posible con ellos (lo cual dificulta generar confianza con el investigado, y que nos puedan contar su versión de los hechos con el nivel de detalle deseable).
Esto genera una mayor sensación de desasosiego y desconfianza en los detenidos, que no solo sienten los efectos de la privación de libertad, sino que también perciben una merma en la calidad de su defensa.
Por su parte, algunos jueces y fiscales (que ya de por sí suelen guardar una cierta distancia con los detenidos cuando prestan declaración ante ellos), buscarán despachar con mayor celeridad a los detenidos, lo cual puede generar, como consecuencia, una menor disposición para escuchar toda la versión de descargo.
Tanto es as, que hace unos días, tres de las cuatro principales asociaciones de jueces remitieron un escrito urgente a la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial advirtiendo de que cerrarán los órganos judiciales que permanecen abiertos en cumplimiento de servicios esenciales si no se les dotaba de medios reales de protección sanitaria (https://www.europapress.es/nacional/noticia-jueces-amenazan-lesmes-24-horas-les-dota-autoproteccion-cerraran-juzgados-guardia-20200318094134.html).
2. No tramitación de cuestiones urgentes
Como ya he señalado, el Decreto permite a los jueces acordar la práctica de cualquier diligencia urgente que sea inaplazable. Esto, sobre el papel, es irreprochable. Pero en la práctica no está resultando ser nada sencillo conseguirlo, teniendo en cuenta que los juzgados están manteniendo servicios mínimos y que la definición de lo que es urgente puede variar de magistrado en magistrado.
Pondré un ejemplo real que me ha sucedido a mí: hace unos días, la policía detuvo a una clienta mía. Le imputan una agresión a un agente, acción que ella niega tajantemente. Tras pasar a disposición judicial y ser puesta en libertad la investigada, exploramos el lugar de su detención y descubrimos la existencia de cámaras videovigilancia en el lugar de los hechos. Es decir, la intervención policial ha podido ser grabada y puede existir una prueba que acredite la inocencia de mi defendida. Hace dos semanas que le solicité al juzgado de instrucción que oficiara al Ayuntamiento para recabar estas grabaciones, pero mi escrito no está siendo tramitado. Y es indudablemente urgente, puesto que, de acuerdo con nuestra legislación, las imágenes deberán ser borradas en el plazo máximo de un mes si ningún juez las solicita antes. Por ello, hace unos días le solicité a un juzgado de guardia que las recabara, pero se declaró no competente para ello. En consecuencia, deberé reiterar hasta la saciedad la petición, so pena de perder una prueba vital para los intereses de mi defendida.
La paralización de los juzgados tiene innegables consecuencias sobre el derecho de defensa. Hay pruebas que pueden desvanecer, o perder calidad. Y no me refiero únicamente a grabaciones. Por ejemplo, hay testigos que, conforme pase el tiempo, pueden ir olvidando gradualmente detalles que percibieron en el momento de los hechos, hasta el punto de perder credibilidad o efectividad.
Sin duda, la acumulación de casos que se producirá una vez que volvamos a la normalidad provocará un retraso mayor que el que, por desgracia, ya teníamos en nuestro sistema judicial, con la consiguiente degradación del valor del acervo probatorio.
3. Inseguridad jurídica
Si bien es cierto que la causa citada en el apartado anterior no es achacable al Decreto del Gobierno por el cual se acordaba el estado de alarma, este tercer motivo sí lo es: a mi despacho están llegando numerosos casos en los que la policía está proponiendo para sanción a distintas personas por criterios absolutamente subjetivos y arbitrarios, es decir, no contemplados en la Ley. Y es que actualmente existe una gran confusión, no solo entre la ciudadanía sino también entre el funcionariado público, sobre qué es legalmente exigible y qué no.
Por ejemplo, han llamado personas que han sido paradas por la policía mientras se trasladaban a sus puestos de trabajo, les han pedido que muestren un certificado de la empresa que acredite sus funciones y horarios y, cuando han explicado a los agentes que no tenían ninguno, se les ha iniciado un procedimiento sancionador. Sin duda, es conveniente llevar un “salvoconducto”, pues nos puede facilitar la vida a todos, pero no existe ninguna obligación de portarlo.
El Real Decreto de 14 de marzo estableció una prohibición generalizada de salir a la calle, salvo en determinados casos excepcionales (como el desplazamiento para ir a trabajar, o la adquisición de alimentos o productos farmacéuticos, entre otros), pero no impone la obligación de portar un certificado de empresa, por lo que éste no puede ser exigible en un control policial.
Asimismo, nótese que regula que “en cualquier desplazamiento deberán respetarse las recomendaciones y obligaciones dictadas por las autoridades sanitarias”, las cuales son indeterminadas y no tenemos por qué conocer. Más inseguridad jurídica, alimentada, además, por la falta de concreción de los protocolos en el estado de alarma, la difusión de rumores, fake news y bulos en Internet y el estado de nerviosismo generalizado. Nerviosismo, por cierto, que me lleva al cuarto y último punto.
4. Derecho sancionador del enemigo
Por último, quisiera hacer una breve mención a la peligrosa cultura de la venganza y el castigo que se está generando en nuestra sociedad.
Hace unos días, circuló por redes sociales un vídeo de un joven que estaba siendo detenido por la Policía en Valladolid . Parece ser que se encontraba en la calle sin justificación alguna, lo cual muestra un comportamiento socialmente insolidario por su parte. Sin embargo, eso no es lo más grave de las imágenes. Tras detener al chaval, que se encuentra en una actitud absolutamente pacífica, un agente se dedica a propinarle varios bofetones en la cara y a llamarle gilipollas.
Lejos de denunciar este intolerable comportamiento por parte de un agente de la autoridad, las redes se llenaron de mensajes apoyándole. “Me parecen super bien dados”, “se está llevando las que no le dieron sus padres”, “son guantazos educativos a gentuza”, “si bajo yo le doy dos más” y “algunos no entienden otro lenguaje” son una pequeña muestra de los tuits que siguieron al vídeo. Nadie niega el abuso policial; se celebra, porque se dirige contra un “hijo puta”, un “irresponsable” que “nos pone a todos en peligro” y que “no nos respeta” (sic).
Se está generando mucho odio. En plena pandemia la sociedad no ve al infractor como un conciudadano que se ha equivocado y al que hay que corregir, sino como un enemigo, un sujeto a inocuizar por cualquier medio a nuestro alcance. Y esto conduce a excesos policiales y judiciales que, sin duda, ponen en jaque el derecho de defensa y hace que perdamos como horizonte axiológico del Derecho sancionador la reinserción social de quien no ha respetado la Ley.
El derecho de defensa es la oportunidad que tenemos de defendernos ante los tribunales de justicia de los cargos de los que nos imputan o acusan con plenas garantías de igualdad e independencia (siempre y cuando se respeten otros derechos, como la tutela judicial efectiva, la imparcialidad judicial y la presunción de inocencia). Si la defensa ha sido efectiva, el castigo que se impondrá será proporcional al daño causado. Sin defensa no hay proceso justo, como tampoco lo hay si todos los operadores no respetan la Ley. Al ejercer este derecho, no solo defendemos a una persona concreta, sino que simultáneamente defendemos los derechos de todas las ciudadanas. Pero si nuestros vecinos jalonan los excesos, abrimos la puerta a poner fin a todas las garantías judiciales a las que tenemos derecho.
Esperemos que el miedo, la inseguridad y el nerviosismo sea transitorio. De lo contrario, nos dirigimos a un autoritarismo que puede terminar por minar todos los derechos sociales y procesales que tanto nos han costado conquistar.
Este artículo se publicó originariamente en el blog de Rights International Spain.